Llevamos refugiados en esta escuela desde aquel caluroso domingo, hace ya treinta años. Ese fue el día en que los niños, en un arranque de ira (ahora lo habrían denominado depresión postvacacional) se negaron a volver a clase y se hicieron con el mundo. Deshaciéndose para ello de todos los adultos, o de casi todos. Un pequeño grupo logramos escapar de la escabechina escondiéndonos aquí, en su colegio, asumiendo que no querrían volver a entrar. Y así ha sido.
Y no nos va mal, pero desde hace unas semanas se lleva gestando la idea de salir, ver cómo están las cosas ahí fuera. Muchos afirman que lo más probable es que el mundo haya vuelto a la normalidad, confían en que los niños hayan crecido, dejando paso a adultos civilizados.
“¿Y si esos adultos han vuelto a tener hijos?”, les pregunto aterrorizado intentando impedirles el paso.