La mesa había quedado perfecta. A gusto de todos: la empanada de pollo y setas para el chico guapo de las ojeras, el pan de molde sin corteza ni gluten para la que tiene cara de llamarse Carmen, los yogures edulcorados con estevia para el de las manos de pintor y los kiwis gallegos para la chica de las bolsitas de rejilla.
Suspira. Quita los platos. Los friega (aunque sigan limpios) y se va a dormir pensando que quizá mañana se atreva por fin a invitarles a cenar después de recordarles las increíbles ofertas que les esperan en caja.